Plan b
Lydia Cacho
Hay pocas personas en el país que no buscan las instrucciones para salir de las tragedias que se compilan cada día en diferentes rincones de la patria. La mayoría se pregunta cada día cómo emerger en paz, cómo ayudar sin morirse, como participar sin perderlo todo, como salvar sus dones personales y compartirlos sin dejar el alma en el camino.
Están quienes se niegan a cultivar el cinismo como salida rápida ante su miedo, quienes se abstienen de sembrar el terror de lo imposible, quienes saben que la esperanza no es un fruto quimérico. Sólo unos cuantos difunden la falsa noción del advenimiento de lo peor, sólo los ignorantes creen que la política partidista y la mera democracia electoral son todo, y predican que desde allí surgirá la transformación real. Sólo algunos, los macarras de la doble moral, enemigos de la cultura y la lectura, defienden esa forma de poder monolítica vertical y excluyente, que somete con miedo y esclaviza incitando a la normalización de la corrupción y la intolerancia a la diversidad.
Millones de hombres y mujeres en México siguen creyendo que hay respuestas concretas. Las buscan después del llanto por sus muertos, desde la acción directa por sus hijas asesinadas, por sus familiares desaparecidos, para rescatar a sus hermanas, hijas o madres maltratadas por el hombre que aman. Están las madres que lo abandonan todo por defender a sus hijos violados o quemados en vida; quienes ante el nacimiento de un bebé con capacidades diferentes inician proyectos colectivos. Las y los periodistas que no se arredran ante arrestos, desapariciones y muertes de colegas. Los padres entregados a salvar a sus hijos adictos a las metanfetaminas, o a la violencia homicida, o consumidos por el rencor ante una patria que se niega a ofrecerles un trozo de futuro.
Ellas y ellos no son otra cosa que derechohumanistas. A veces se bautizan y otras no, pero sin duda son defensoras y defensores de los derechos humanos. Porque transforman la tragedia personal en una causa social, porque ante el abandono del Estado nunca se cruzan de brazos. De la mano de ellos y ellas están quienes sin haber sufrido en lo personal, han elegido el camino de la defensa profesional de los derechos y las libertades.
Amas de casa, profesionistas, rancheros, sacerdotes progresistas, maestras y maestros, feministas, indígenas políglotas, sanadoras, campesinos ecologistas. Han sabido desde hace años que las instrucciones para salvar a México están ocultas entre la indignación y la esperanza diaria. No las buscan afuera sino las construyen desde su experiencia vital. Es así como en este país se han formado organizaciones que defienden, cada vez más profesionalizadas y estructuradas, todos los derechos humanos. Desde las violencias varias hasta el derecho al agua, a la libre migración, a la justicia, a la educación, a la cultura, a la alimentación; a la equidad plena.
El falso discurso de la muerte justificada a costa de la seguridad pública, de la mano de la jerga del vacuo barullo electoral, han ocultado la emergencia de un aplastante y silencioso ataque a quienes defienden los derechos humanos, es decir, hacia quienes construyen modelos de paz y justicia. La desigualdad y maltrato hacia los y las defensoras de derechos de hombres, mujeres, jóvenes, niñas y niños, es insostenible y éticamente inaceptable. No se puede, ni se debe, ayudar a las víctimas victimando, a las muertas, muriendo. La congruencia exige que las defensoras y defensores de derechos humanos se protejan y defiendan a sí mismos de la misma manera, y en la misma medida, en que protegen a las personas a las que ayudan. Ni más ni menos. Sólo así se construye una sociedad civil fuerte, sana, que no se pierde en la sumisión de quien se considera y es tratado como alma caritativa y sacrificada, sino en el ejemplo de quien se sabe con derecho a la vida, a la palabra, a la justicia y a la libertad.
Me atrevo a decir que este año será el año de los derechos humanos de México, el año de reivindicar las causas ganadas en cada rincón del país, desde las montañas defendidas por grupos indígenas, hasta los valles rescatados por jóvenes, por mujeres y hombres cuyos nombres no saldrán entre “los más influyentes de México”, aun cuando ciertamente lo sean.
Hasta convertirnos no en un país de unos cuantos héroes y heroínas, sino en una fuerza civil multitudinaria e inagotable, en el verdadero fiel de la balanza.
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